El frío y
brillante acero se partió en dos. Al instante, un timbre anunciaba mi
llegada a la planta trece. Del silencio al bullicio. Comencé a caminar a través
de aquel pasillo inconfundible, de batas blancas y tensas esperas, de
inesperadas visitas y repentinas llegadas. Respiré hondo antes de entrar intentando
ocultar mi vulnerabilidad aparente. Porque sabía que hoy iba a ser
diferente: no habría un regreso a casa. Ella ya no estaba de pie,
contemplando el vacío a través de la ventana. Ya no estaba sentada en penumbra,
con su sonrisa inocente a modo de bienvenida. Ya no estaban sus ojos abiertos,
azules, de hielo, su mirada casi de niña que lo inundaba todo. Ya no.
Ahora su
piel recibía caricias, sin poder dar respuesta, en medio de un sueño profundo
presagio del definitivo. Intentando parar un reloj, detener el inexorable paso
de un tiempo en una lucha agotadora. Una enfermera anónima y entrada
en años nos regalaba sus palabras no remuneradas, su apoyo sincero. Una mujer
experimentada y, sin embargo, el brillo de sus ojos delataba que existen
situaciones en las que el
peso del oficio no sirve para nada. Porque siempre es duro ver como una
vida se apaga.
Ahora
entro en la que fue su habitación y su perfume me toca con las yemas de unos
dedos invisibles. Me está devolviendo aquellas últimas caricias no
correspondidas. Y tengo miedo a que desaparezca por completo, lentamente, como
cada recuerdo que, contra mi voluntad, se irá volviendo más borroso. Aún así,
es sorprendente como actúa el cerebro humano. Cuando una fuerza imaginaria activa
un extraño mecanismo dándole la vuelta a tus pensamientos y saca a flote algo
que había permanecido en lo más hondo: son los recuerdos con mayúsculas, los
felices, los que estaban en el olvido porque otras tristezas posteriores le
robaron su protagonismo. Y, a pesar de las lágrimas, sonrío.
Ojalá
pudiésemos cambiar el final a nuestro antojo. Como si se tratase de un guión de
cine, cerrando la película con un final, sí, pero feliz. Y en mi mente su final
sería como aquellos días infinitamente inolvidables, mucho más joven ella y más
ingenua yo, compartiendo paisaje, cena, confidencias y sonrisas cómplices.
Frente a frente nos separaban varias décadas y, sin embargo, estábamos mucho
más cerca que nunca.
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