Encontramos estacionamiento a la
primera. Increíble en pleno centro. Probablemente la mayor parte de la ciudad
se encontraba en alguna playa o plaza de algún barrio, esperando al encendido
de las hogueras. Eran las doce cuando llegamos al local, prácticamente vacío,
en el que apenas una decena de personas esperaban el comienzo del concierto.
Fue fácil reconocer a la cantante: vestido de lentejuelas negro y una diadema a
modo de orejas postizas también negras. “Está muy bien. Su música es diferente”. Acababa de
comprobar que su indumentaria también pretendía serlo.
Piano,
violín, voz… Quizás era mucho para una misma persona. Hubo un momento
desconcertante: voces que sonaban sin acompañarse del lógico movimiento de
labios. Sí, claro, última tecnología alojada en un órgano que permite grabar lo cantado hace
dos minutos para repetirlo después. En este caso, me quedo con lo tradicional.
Lo que la
cantante desconocía por completo era que la camarera del local, a la que había
tratado con desprecio cuando le sirvió sus botellines de agua, lleva la música
en su sangre y, aunque no había cruzado el charco para empaparse de las
enseñanzas musicales de EEUU, había sacado mucho partido de sus clases en el
conservatorio a lo largo de estos años. Tam lleva tocando el piano desde que
tiene uso de razón. Desde muy pequeña, comenzó a hacer de esta afición su
identidad. Sin embargo, hace varios años su vida se complicó y todas sus
expectativas, sus planes de futuro, de convertir la música en su modo de vida,
se truncaron. Ahora sus planes son otros. Por eso
un sentimiento de tristeza le embargó de repente. No porque la cantante y
músico, una niña mimada de aparente gran currículo, le provocara una envidia
sana, que en cierto modo también, sino por ver un piano en manos de alguien que
no sabe sacarle el partido del que es merecedor. Mientras tanto, la cantante
continuaba con su ejercicio
de malabares más propio de un hombre orquesta. Estaba más preocupada en cambiar
continuamente de instrumento que en prestar realmente atención a lo que
trasmitía al público.
Tam
llevaba apenas un par de semanas trabando en el local, sabía que aquello era
una estación de paso, o por lo menos intentaría que así fuese. La música era su
vida. No el medio con el que llevarse el pan a la boca. No pudo ser, no ahora.
Quizás algún día. Ojalá. Pero sí era en lo que pensaba cuando sus ojos se
abrían cada mañana, y en lo último al acostarse, tras dedicarse a sí misma unas
notas, muchas de su propia cosecha. Sí, el piano es y será su vida, un apéndice
sin el que poder vivir. Ya ella misma lo afirma: “Pasaría hambre antes de
vender mi piano”.
La
cantante anunció que el concierto concluía. Aunque todos sabíamos que no:
siempre vuelven a escena para cantar la última. Pero esta vez se retrasaban.
Quizás la niña mimada quiso hacerse esperar más de la cuenta, o también es
posible que un imprevisto le impidiese corresponder a un público impaciente.
Fuese lo que fuese, comenzaron los abucheos, silbidos y palabras inapropiadas.
Tam reaccionó rápidamente. Puede que por sí misma, o puede que por mantener la
calma entre sus clientes. Se acercó al escenario veloz, se sentó en el taburete
y dirigió la vista al frente, pensativa, como si la sala estuviese vacía y no
le importase que fuese el único centro de atención. En ese mismo instante Tam
estaba en su burbuja. Cuántas veces le habían dicho que debía poner los pies en
la tierra, que dejara de creer en ilusiones absurdas. Pero nunca hizo caso. Sus
enormes ojos brillaban como nunca, ese brillo que emanaba de su rostro cuando
la pasión de la música y ella formaban un todo. Y entonces comenzó. Había
elegido “New Born”. Sus movimientos fueron rápidos y delicados. Sus manos
delgadas partían el viento, en movimientos sutiles pero instantáneos. Poco
importaba la pésima luminotecnia del escenario, el local se llenó de un halo
indescriptible. El piano y ella formaban la pareja perfecta. Se complementaban.
Enseguida lo comprendí todo. Enseguida comprendí que no existiría mundo
habitable para ella sin poder adornarlo con música, con la suya
propia.
Me encanta Ruth, ya lo sabes.
ResponderEliminarMe encanta cómo escribes y cómo lo describes.
Acaso, ¿quién no ha sentido alguna vez que su sitio estaba realmente "fuera de esa barra"?
Genial :)
muy bonito relato...
ResponderEliminarPrecioso cuento. Y luego dices que te cuesta? Eres fascinante. Me has emocionado... hay una frase que podría tatuármela “Pasaría hambre antes de vender mi piano”.
ResponderEliminarME ENCANTAS