Esta calle desierta antaño estaba
impregnada de vida, gozaba de las prisas de sus transeúntes, de los ruidos de
verjas que ascendían, del encendido de luces. Era el sonido de los comienzos y
no terminaba hasta bien entrada la noche. Hoy esta misma calle agoniza tras ser
herida de una muerte que fue anunciada sin miramientos. Vago por ella y pienso. Pensar no
cuesta dinero. El bullicio en las horas todavía tempranas es solo un recuerdo.
De vez en cuando se dejan entrever algunos fantasmas, pasan ante mi vista como
hologramas. Personas que levantaban la mano y saludaban, con la boca llena de
optimismo y los bolsillos sin agujeros. Me pregunto si quizás fue un sueño, si
realmente existieron, porque esos vestigios del pasado se van volviendo
invisibles. Han dejado paso a la terrible incertidumbre, al desconcierto, al
temor. Las rejas perpetuas cubren las puertas. Las ventanas permanecen cerradas
sin apenas indicios de que la vida, con mayúsculas, transcurrió tras ellas. Los
candados oxidados han cerrado negocios, tiendas, futuros, sonrisas. Recuerdo
cuando las sonrisas también eran gratis. Hoy, simplemente, nadie invierte en
ellas. Mientras tanto, los pocos que quedan malviven anhelando los tiempos
pasados que fueron, sin duda, mejores. Ya no hablan porque les han tapado la
boca. Ya no ven porque les han puesto una venda en los ojos. Ni siquiera permanecen
durmiendo en unas noches que cada vez son más largas. ¿Para qué dormir? Si ya
no se cumplen los sueños.
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