viernes, 8 de julio de 2011

La pianista

       Encontramos estacionamiento a la primera. Increíble en pleno centro. Probablemente la mayor parte de la ciudad se encontraba en alguna playa o plaza de algún barrio, esperando al encendido de las hogueras. Eran las doce cuando llegamos al local, prácticamente vacío, en el que apenas una decena de personas esperaban el comienzo del concierto. Fue fácil reconocer a la cantante: vestido de lentejuelas negro y una diadema a modo de orejas postizas también negras. “Está muy bien. Su música es diferente”. Acababa de comprobar que su indumentaria también pretendía serlo.
Piano, violín, voz… Quizás era mucho para una misma persona. Hubo un momento desconcertante: voces que sonaban sin acompañarse del lógico movimiento de labios. Sí, claro, última tecnología alojada en un órgano que  permite grabar lo cantado hace dos minutos para repetirlo después. En este caso, me quedo con lo tradicional.
Lo que la cantante desconocía por completo era que la camarera del local, a la que había tratado con desprecio cuando le sirvió sus botellines de agua, lleva la música en su sangre y, aunque no había cruzado el charco para empaparse de las enseñanzas musicales de EEUU, había sacado mucho partido de sus clases en el conservatorio a lo largo de estos años. Tam lleva tocando el piano desde que tiene uso de razón. Desde muy pequeña, comenzó a hacer de esta afición su identidad. Sin embargo, hace varios años su vida se complicó y todas sus expectativas, sus planes de futuro, de convertir la música en su modo de vida, se truncaron. Ahora sus planes son otros. Por  eso un sentimiento de tristeza le embargó de repente. No porque la cantante y músico, una niña mimada de aparente gran currículo, le provocara una envidia sana, que en cierto modo también, sino por ver un piano en manos de alguien que no sabe sacarle el partido del que es merecedor. Mientras tanto, la cantante continuaba  con su ejercicio de malabares más propio de un hombre orquesta. Estaba más preocupada en cambiar continuamente de instrumento que en prestar realmente atención a lo que trasmitía al público.
Tam llevaba apenas un par de semanas trabando en el local, sabía que aquello era una estación de paso, o por lo menos intentaría que así fuese. La música era su vida. No el medio con el que llevarse el pan a la boca. No pudo ser, no ahora. Quizás algún día. Ojalá. Pero sí era en lo que pensaba cuando sus ojos se abrían cada mañana, y en lo último al acostarse, tras dedicarse a sí misma unas notas, muchas de su propia cosecha. Sí, el piano es y será su vida, un apéndice sin el que poder vivir. Ya ella misma lo afirma: “Pasaría hambre antes de vender mi piano”.
La cantante anunció que el concierto concluía. Aunque todos sabíamos que no: siempre vuelven a escena para cantar la última. Pero esta vez se retrasaban. Quizás la niña mimada quiso hacerse esperar más de la cuenta, o también es posible que un imprevisto le impidiese corresponder a un público impaciente. Fuese lo que fuese, comenzaron los abucheos, silbidos y palabras inapropiadas. Tam reaccionó rápidamente. Puede que por sí misma, o puede que por mantener la calma entre sus clientes. Se acercó al escenario veloz, se sentó en el taburete y dirigió la vista al frente, pensativa, como si la sala estuviese vacía y no le importase que fuese el único centro de atención. En ese mismo instante Tam estaba en su burbuja. Cuántas veces le habían dicho que debía poner los pies en la tierra, que dejara de creer en ilusiones absurdas. Pero nunca hizo caso. Sus enormes ojos brillaban como nunca, ese brillo que emanaba de su rostro cuando la pasión de la música y ella formaban un todo. Y entonces comenzó. Había elegido “New Born”. Sus movimientos fueron rápidos y delicados. Sus manos delgadas partían el viento, en movimientos sutiles pero instantáneos. Poco importaba la pésima luminotecnia del escenario, el local se llenó de un halo indescriptible. El piano y ella formaban la pareja perfecta. Se complementaban. Enseguida lo comprendí todo. Enseguida comprendí que no existiría mundo habitable para ella sin poder adornarlo con música, con la suya propia.