lunes, 27 de julio de 2015

Mañana en una ciudad

Siempre me ha fascinado Hopper, el "pintor de la desolación". Su obra está cargada de interrogantes que provocan una atmósfera de la que no queremos desprendernos. Personajes áridos y solitarios con las miradas perdidas en el infinito, que nos succionan, que nos incitan a conjeturar las posibles historias que encierran. Una adicción que nos convierte en voyeristas entusiasmados.

Podría haberme detenido en Aves nocturnasHabitación de hotel o Sol matutino. Sin embargo, es Mañana en una ciudad la obra que ha captado mi atención. Ya el propio título le confiere un carácter indeterminado: una ciudad. Una ciudad cualquiera, desconocida y nueva. Puede que la protagonista encuentre en ella un refugio. Puede que sea un tránsito hacia ninguna parte, un calmado anonimato tras la huida, un paréntesis necesario en el que sentirse una extraña fatigada preparándose para coger aire. Una ciudad que no le hará preguntas. Aunque nunca lo sabremos.

http://www.edwardhopper.net/morning-in-a-city.jsp#prettyPhoto

Tal vez la protagonista se ha quedado huérfana, amnésica, sin saliva y sin palabras. Sola en una ciudad indeterminada. No escogida por voluntad propia, sino exigida por ella misma sin saberlo, impulsada por una fuerza inexplicable que la ha llevado a un lugar inhóspito. La luz arroja tonos tierra dentro de una habitación gélida mientras alguien se ha quedado latente, mudo, ante la ventana. ¿Qué cargará a sus espaldas la mujer que ahora mira al vacío?

Mark Strand definió muy bien el universo del pintor: "En los cuadros de Hopper asistimos a las escenas más familiares con la sensación de que para nosotros son esencialmente remotas, incluso desconocidas. La gente mira al vacío: parecen estar en cualquier parte menos en donde efectivamente se encuentran, perdidos en un misterio que los cuadros no pueden revelarnos y que solo podemos intentar adivinar. Es como si fuésemos testigos de un acontecimiento que somos incapaces de nombrar. Sentimos la presencia de lo que permanece oculto, de lo que sin duda existe, pero sin llegar a mostrarse. Hopper ejerce su poder sobre nosotros con extraordinario tacto: dándole forma a la privacidad, otorgándole un espacio donde pueda ser atestiguada sin ser violada. Cuando identificamos la reticencia de sus cuadros con la que nos es propia, nuestra simpatía crece. Las habitaciones de Hopper son tristes refugios del deseo. Querríamos saber más de lo que sucede allí, pero por supuesto resulta imposible. El silencio que acompaña nuestra observación parece crecer. Es inquietante: desearíamos irnos. Y hay algo que nos urge a hacerlo, aunque también hay algo que nos mueve a permanecer. Todo esto lastra como la soledad. Nuestra distancia frente a todo crece". (Hopper, Mark Strand, Lumen, 2008).

Hopper sabía lo que hacía cuando pintaba. Porque aquí, al otro lado de esa vida imaginaria -o imaginada, según se mire-, la observo esperando qué vendrá a continuación. Porque eso es lo que hacemos los curiosos.