viernes, 9 de noviembre de 2012

Porque te echo de menos.

      El frío y brillante acero se partió en dos. Al instante, un timbre anunciaba mi llegada a la planta trece. Del silencio al bullicio. Comencé a caminar a través de aquel pasillo inconfundible, de batas blancas y tensas esperas, de inesperadas visitas y repentinas llegadas. Respiré hondo antes de entrar intentando ocultar mi vulnerabilidad aparente. Porque sabía que hoy iba a ser diferente: no habría un regreso a casa. Ella ya no estaba de pie, contemplando el vacío a través de la ventana. Ya no estaba sentada en penumbra, con su sonrisa inocente a modo de bienvenida. Ya no estaban sus ojos abiertos, azules, de hielo, su mirada casi de niña que lo inundaba todo. Ya no.
Ahora su piel recibía caricias, sin poder dar respuesta, en medio de un sueño profundo presagio del definitivo. Intentando parar un reloj, detener el inexorable paso de un tiempo en una lucha agotadora. Una enfermera anónima y entrada en años nos regalaba sus palabras no remuneradas, su apoyo sincero. Una mujer experimentada y, sin embargo, el brillo de sus ojos delataba que existen situaciones en las que el peso del oficio no sirve para nada. Porque siempre es duro ver como una vida se apaga.
Ahora entro en la que fue su habitación y su perfume me toca con las yemas de unos dedos invisibles. Me está devolviendo aquellas últimas caricias no correspondidas. Y tengo miedo a que desaparezca por completo, lentamente, como cada recuerdo que, contra mi voluntad, se irá volviendo más borroso. Aún así, es sorprendente como actúa el cerebro humano. Cuando una fuerza imaginaria activa un extraño mecanismo dándole la vuelta a tus pensamientos y saca a flote algo que había permanecido en lo más hondo: son los recuerdos con mayúsculas, los felices, los que estaban en el olvido porque otras tristezas posteriores le robaron su protagonismo. Y, a pesar de las lágrimas, sonrío.
Ojalá pudiésemos cambiar el final a nuestro antojo. Como si se tratase de un guión de cine, cerrando la película con un final, sí, pero feliz. Y en mi mente su final sería como aquellos días infinitamente inolvidables, mucho más joven ella y más ingenua yo, compartiendo paisaje, cena, confidencias y sonrisas cómplices. Frente a frente nos separaban varias décadas y, sin embargo, estábamos mucho más cerca que nunca.