lunes, 16 de septiembre de 2013

La cobardía de no querer ver

Cuando llegué a aquel extraño pueblo me quedé estupefacta, sobre todo por la curiosa patología que padecían sus habitantes. En seguida me debatí entre escoger un nuevo destino o saciar mi curiosidad sobre lo que realmente sucedía allí. Opté por lo segundo, aún a regañadientes de mi propia conciencia. 
Yo nunca había visto nada igual. Todos sus habitantes llevaban los ojos cubiertos con pañuelos, como contagiados por una ceguera epidémica. Y digo "como" por algo que resultaba curioso: el sentido de la orientación de aquellos hombres y mujeres era extraordinario y llegué a dudar si eran ciegos de veras o ponían en práctica una moda un tanto macabra. No había tropiezos, no había dudas. Increíblemente, parecían observarse con total nitidez. Y yo, en medio de toda aquella representación de ironía, me sentía sumida en una incomodidad que no remitía, observada por tantos individuos sin ojos. 
Deseosa de mitigar mi sed de curiosidad, me dirigí a un bar cercano. Me senté en la barra y un camarero se dispuso a atenderme al instante. Y yo le observaba, sin encontrar en sus movimientos perfectamente coordinados ni un ápice que indicase su evidente ceguera. Era sorprendente. Su pañuelo azul con cruces negras parecía tupido, así que yo seguía sin comprender nada. Muy amablemente, respondió a todas mis preguntas y, tras digerir sus palabras breves momentos después, mi confusión iba en aumento.

- Entonces, usted me está diciendo que no son realmente ciegos...
- Bueno, no exactamente. Debido a una disfunción genética, nuestros globos oculares son tan delicados que no soportan apenas la luz. Solamente podemos abrir nuestros ojos en total oscuridad.
- Y eso, ¿cómo lo saben? 
- Es algo que se ha transmitido de generación a generación.
- Ya, le entiendo. Pero por mucha tradición cultural, ¿no creen que deberían comprobarlo y asegurarse totalmente? 
- Puede, pero nadie se atreve. Sería peligroso.
- ¿Peligroso? ¿Qué es lo peor que les puede pasar, quedarse ciegos? ¡Ya lo están! Aún sin saberlo a ciencia cierta. 

El hombre se giró y comenzó a realizar otro tipo de actividades, ignorándome por completo. Yo estaba bloqueada, en modo pausa sin llegar a entender a aquella cuadrilla de cobardes. Lo que acaba de escuchar era insólito y totalmente surrealista. ¿Tenían miedo a quedarse ciegos? Casi suelto una carcajada. Pero lo pensé mejor, decidí buscar alojamiento, descansar y, a la mañana siguiente, olvidar la existencia de aquel extraño pueblo al que llegué por error. 
Incapaz de conciliar el sueño, salí a dar un paseo. La calle parecía una tumba, inerte, silenciosa hasta ser molesta. Encontré un banco y me senté. Encendí un cigarrillo y pensé. Pensé tanto que mi mente consiguió quedarse en blanco.

- A mi me gustaría atreverme. 

Desperté de mi breve letargo y a mi lado, casi por arte de magia, descubrí que se había sentado una chica rubia, con un pañuelo blanco cubierto de lunares rojos. 

- Disculpa, pero no te entiendo. - le dije
- A sacarme esta opresión de los ojos. Te escuché en el bar. Creo que tienes razón. Sin embargo, ese tema es totalmente tabú por aquí.
- Por curiosidad, ¿alguna vez has visto realmente? 
- No
- ¿Tienes la menor idea de lo que te estas perdiendo?
- No

Me acerqué a ella muy despacio, alargando la mano. Comencé palpando su rostro con lentitud. No quise asustarla así que dejé claros todos mis movimientos. Hasta qué llegué al pañuelo. Intenté levantarlo y, antes de que consiguiese hacer nada, se levantó bruscamente. 

- ¿Hace mucho que has llegado al pueblo? - Aquel cambio de tema supuso mi pequeño fracaso.

Volví a encontrarme con aquella joven a la mañana siguiente. No sabía cómo se llamaba pero tampoco hacia falta. ¿De qué serviría atribuirle nombre alguno cuando ni siquiera podíamos mirarnos a los ojos? Nos sentamos en el mismo banco. Hacía un sol de justicia. 

- Está un día muy soleado, no? - me dijo
- ¿Cómo lo sabes? - le pregunté
- Noto una leve luz, casi imperceptible, a través del pañuelo. Y siento calor. Dicen que eso significa que hace un día muy soleado.
- No pienso contestarte
- ¿Por qué? 
- Venga ya, no seas cobarde. Si tanta curiosidad tienes, descúbrelo por ti misma.

Sin mediar palabra, fue deshaciendo el nudo de su pañuelo lentamente. Cuando por fin se descubrió del todo, sus ojos necesitaron algún tiempo para acostumbrarse. Y poco a poco, frunciendo el ceño entre el temor y el desconcierto, pudo contemplar lo que tenía ante ella. Nunca más volvería a tener la oportunidad de ver una mirada como la suya: primeriza y virgen ante un mundo inexplorado que se descubría ante sus ojos. 



Microrrelato para "Los pájaros de mi cabeza", espacio que comparto con la ilustradora Lil Abi en el que se entremezclan arte y literatura. 

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